Interna y desconocida es la razón por la que espero la llegada de octubre; aunque pensándolo bien, la causa, es su bóveda celeste: oscura, con una luna considerablemente (¡exagerada!) bella. Disfrutar de una mañana lluviosa; una tarde nublada y húmeda y una noche de cielo despejado con su brillante luna, es de los mejores regalos que han recibido mis memorias.

Es intrusivo el recuerdo de su reflejo plateado en las banquetas lavadas, las piedras sin lodo y la tierra de color oscuro. Las azoteas mojadas y los techos goteando tímidamente sobre algún lugar del interior de la casa. Su visita nocturna agradable para salir a caminar y terminar sentados en una piedra húmeda, vaciando los pulmones en la conversación y llenándolos con los perfumados suspiros otoñales.

Cierro los ojos, callo las voces, detengo el tiempo y abro el sentir… al compás “de las lunas, la de octubre es más hermosa”, cae de mi mano arena sobre la arena, plateada por demás, provocando un mineralizado estruendo en el oleaje marino. Me deja en un raudal de perplejidad, y vuelvo a tomar arena en mi mano, que cae escandalosa sobre la arena, y ahora uso las dos manos, ocasionando un exagerado cántico de fulgor y bullicio nocturno, ¡qué aroma a mar!, ¡qué sublime belleza! Entro en regocijo y ahora se me desbordan las gratitudes a los cuatro puntos cardinales.

Tal vez no sea sólo la luna en octubre, es probable que sea una combinación de olor a hierba y tierra mojada, o mi sombra en baño de plata sobre el humedecido tronco de ese añoso árbol, quizá el brillo del contorno de las hojas que a pesar de la noche, se aprecian de un firme color verde, acaso sean los destellantes amaneceres rojizos, adornados con pequeños riscos de boquiabiertas nubes desveladas de luna. O la desvelada sea yo, o por casualidad, los dos…

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“…de dos almas que han querido ser dichosas…”